Comentario
La liberalización política que siguió al primer gobierno de Sagasta en la Restauración, también afectó positivamente al desarrollo de las organizaciones obreras, tanto de carácter anarquista como marxista. La posibilidad de actuar en la legalidad llevó a los anarquistas a la celebración de un congreso en Barcelona, en septiembre de 1881, en el que adoptaron el nombre de Federación de Trabajadores de la Región Española. El desarrollo de la Federación en el plazo de un año fue extraordinario: los afiliados llegaron a ser 57.934, agrupados en 218 federaciones locales; su implantación fue especialmente importante en Andalucía, donde se llegaron a sobrepasar las cifras del sexenio democrático, alcanzando un 66 por ciento de los efectivos totales de la organización; por el contrario, en Cataluña, la otra gran área de implantación anarquista, el crecimiento fue menor, por lo que perdió importancia en el conjunto del movimiento, aunque la dirección de éste fuera principalmente catalana.
El desarrollo organizativo del movimiento anarquista fue realmente efímero. En 1883 tuvieron lugar una serie de asesinatos y delitos comunes de los que las autoridades culparon a la Mano Negra -una asociación clandestina, de orientación anarquista, pero sin vinculación efectiva con la Federación-. La brutal represión se extendió no sólo a los componentes de la Mano Negra sino a toda la organización anarquista de Andalucía. La percepción que este hecho provocó de debilidad ante las fuerzas represivas del Estado, dio fuerza a quienes, desde dentro del movimiento, criticaban la existencia de una organización anarquista pública, legal y con una dimensión sindical. Las razones de esta crítica eran fundamentalmente cuatro: la limitación que para la autonomía individual -el núcleo duro de la ideología anarquista suponía la existencia de toda estructura colectiva; el peligro de que la organización se convirtiera en un fin en si mismo, distrayendo a sus componentes de lo que debía ser su objetivo básico, la revolución; la integración social que suponía entrar en el ámbito de la legalidad; y, finalmente, el peligro de aburguesamiento, de debilitación del ímpetu revolucionario, ante las pequeñas ventajas que mediante la actividad sindical pudieran conseguirse. Estrechamente relacionada con la tendencia insurreccionalista estaba una nueva orientación doctrinal, el comunismo libertario, que condenaba la apropiación individual del fruto del trabajo de cada uno -como propugnaba la doctrina colectivista, propia del anarquismo hasta entonces-. La fobia antiorganizativa, como la ha denominado José Álvarez Junco, no era, por otra parte, privativa del anarquismo español. La misma Internacional antiautoritaria se había disuelto en Verviers, en septiembre de 1877.
Entre 1883 y 1888, los partidarios del mantenimiento de la estructura legal se enfrentaron en España a los de la espontaneidad, con el triunfo final de los que pensaban que las palabras organización y revolución rabian de verse juntas. En 1888 se disolvió de forma definitiva la Federación de Trabajadores de la Región Española. El movimiento anarquista inició un período de intelectualización: siguió socialmente presente a través, principalmente, de publicaciones e iniciativas educativas. Por otra parte, el camino para el predominio de las acciones individuales de carácter terrorista, para la propaganda por el hecho que habría de proliferar en la década siguiente, quedaba facilitado.
El recurso a la violencia, la propaganda por el hecho (en expresión del italiano Enrico Malatesta) fue una táctica generalizada en el anarquismo europeo, y también el español, de la época de entre siglos. Esta coincidencia no se debe a ninguna conspiración internacional, sino a la existencia de una serie de causas comunes, relativas tanto a la estructura social como a la orientación precisa del anarquismo en aquellos años, dominado por el individualismo.
Parece innecesario señalar que el anarquismo no puede ser identificado exclusiva, ni principalmente, con el terrorismo, ya que este movimiento se caracteriza por una gran riqueza de ideas y de tácticas. "La doctrina anarquista en su conjunto", ha escrito José Álvarez Junco, "podría describirse como esencialmente pacifista, debido a su optimismo antropológico y cósmico, su fe en la armonía natural, su crítica de la violencia de la sociedad burguesa y su ideal de una sociedad solidario y no coactiva". Sin embargo, también es cierto que la apelación a la violencia estuvo presente en el discurso de algunos destacados anarquistas, y que su puesta en práctica, incluso con entusiasmo, fue un hecho en determinados momentos, como el que estamos considerando.
Tras el colapso de la organización de la FTRE, en 1888, y el triunfo de las tesis de los espontaneistas e insurreccionalistas, los anarquistas españoles trataron de justificar el recurso a la violencia, en la última década del siglo, por dos razones teóricas: la violencia estructural de la sociedad tal como estaba constituida -el Estado también se asentaba en la violencia, y recurrir a ella no era más que utilizar las mismas armas de los opresores-, y la enorme injusticia de la situación social, que hacía desesperada la vida de gran número de trabajadores. Pero, probablemente, mayor valor explicativo de los actos terroristas tiene una tercera razón, más pragmática, que sus autores también invocaron explícitamente: su carácter de represalia, de venganza contra la represión brutal -en la que se incluía la tortura- e indiscriminada, contra todos los anarquistas, estuvieran o no implicados en los actos terroristas, llevada cabo por la policía.
En este sentido, el acontecimiento clave -aunque no fuera, ni mucho menos, el primer acto violento-, que está en el origen de una primera oleada terrorista ocurrida entre 1893 y 1897, fue el intento de toma de Jerez de la Frontera, el 8 de enero de 1892. La noche de aquel día, unos quinientos o seiscientos campesinos trataron de hacerse con la ciudad para liberar a unos compañeros presos en la cárcel (episodio recreado por Blasco Ibáñez en su novela La Bodega, de 1905). El intento, que se saldó con la muerte de dos vecinos y uno de los asaltantes, fracasó ante la resistencia que durante cuatro horas ofrecieron las fuerzas acuarteladas en la ciudad. Como en el caso de la Mano Negra, la represión se extendió a todo el movimiento obrero andaluz, y se habló de confesiones conseguidas mediante torturas. Un Consejo de guerra impuso cuatro penas de muerte, que se ejecutaron pocos días después, y dieciséis de cadena perpetua.
La respuesta anarquista -que tuvo como escenario preferente, aunque no único, Barcelona- tardó algo en llegar, pero fue contundente. Aparte de otros actos de menor importancia, el general Martínez Campos, a la sazón capitán general de Cataluña, sufrió un atentado, que sólo le hirió levemente, cuando presidía un desfile militar, el 24 de septiembre de 1893; una persona resultó muerta y otros militares sufrieron heridas de diferente importancia; el autor del atentado era el joven Paulino Pallás, fusilado dos semanas más tarde, mientras vitoreaba a la anarquía y anunciaba que la venganza sería terrible.
En efecto, al mes siguiente, el 7 de noviembre, durante la inauguración de la temporada del Teatro del Liceo, al comenzar la representación del segundo acto de la ópera Guillermo Tell, de Rossini, Santiago Salvador lanzó desde el quinto piso dos bombas, de las que sólo una explotó, matando a veintidós personas e hiriendo a otras treinta y cinco, que estaban sentadas en el patio de butacas. Las escenas de horror que se sucedieron, y la sensación de alarma que se propagó entre la población barcelonesa, son fácilmente imaginables.
La extensa represión que siguió a este atentado fue invocada, a su vez, como justificación para un tercero: el perpetrado en junio de 1896, durante el paso de la procesión del Corpus por la calle Canvis Nous de Barcelona; seis personas murieron en el acto, y otras cuarenta y dos resultaron heridas, como consecuencia de la bomba lanzada contra la parte trasera de la procesión.
La actuación policial que se desarrolló a continuación contra todo elemento relacionado, aunque fuera lejanamente, con el anarquismo fue particularmente brutal. El proceso de Montjuich, como fue conocido el que se celebró contra los acusados de ser autores del atentado, tuvo una gran repercusión internacional, dañando gravemente la imagen de España. Más grave todavía fue una última consecuencia: el asesinato de Cánovas, en agosto de 1897, por el anarquista italiano Angiolillo, que dijo vengar así a sus compañeros torturados en Montjuich.